
En muchos países, la democracia no ha sido cuidada como merece. Más allá del voto y las instituciones, la esencia de la democracia radica en la construcción de consensos, en la capacidad de diálogo y en el respeto por las diferencias. Sin embargo, en numerosas naciones, el ejercicio democrático se ha convertido en una lucha constante entre quienes gobiernan y quienes se oponen, hasta el punto de bloquear el funcionamiento del Estado. La oposición, en lugar de actuar como un contrapeso crítico pero constructivo, muchas veces se enfoca en hacer lo imposible para impedir que el gobierno de turno pueda ejecutar su labor. Esto no solo daña a los políticos en el poder, sino que, en última instancia, afecta a toda la ciudadanía, que es quien sufre las consecuencias de una política estancada y a veces carente de soluciones efectivas para los problemas sociales y económicos.
La política ha dejado de ser un ejercicio de servicio público para convertirse en una arena de enfrentamientos personales e ideológicos. En lugar de buscar puntos en común, la prioridad parece ser deslegitimar al adversario, obstaculizar su gestión e incluso fomentar la percepción de que todo lo que hace es erróneo o perjudicial. Este afán desmedido por derribar al gobierno de turno, sin ofrecer alternativas viables ni pensar en el bienestar común, termina erosionando la confianza en el sistema democrático. La política, en muchos casos, ha sido reducida a un espectáculo de confrontación mediática, más orientado a generar titulares y escándalos que a resolver los problemas reales de la gente.
Como consecuencia de este desgaste, muchas personas, especialmente los jóvenes, han empezado a sentir desencanto por la democracia. Ven en ella un sistema ineficiente, dominado por la polarización y la parálisis. En este contexto, los discursos autoritarios ganan terreno, prometiendo orden, decisiones rápidas y soluciones sin necesidad de negociación ni consensos. La historia ha demostrado que estos regímenes, aunque puedan parecer efectivos en un primer momento, terminan restringiendo libertades y debilitando el tejido social. Sin embargo, el descrédito de la democracia y la percepción de que los gobiernos democráticos solo generan caos y conflicto han hecho que algunas personas, especialmente las nuevas generaciones, se sientan tentadas a mirar hacia modelos autoritarios como una solución viable.
Este fenómeno es alarmante. La democracia es frágil y requiere un esfuerzo constante para su mantenimiento. No es suficiente con celebrar elecciones periódicas; es fundamental fomentar una cultura política basada en el respeto, la cooperación y la responsabilidad compartida. Si permitimos que la política siga siendo un juego de suma cero donde la única meta es derrotar al adversario en lugar de construir juntos, estaremos alimentando el desencanto y debilitando los valores democráticos.
Es urgente replantearnos nuestra forma de hacer política. Necesitamos líderes y ciudadanos comprometidos con el diálogo y la colaboración, dispuestos a encontrar soluciones en conjunto en lugar de alimentar la división. La democracia es, en esencia, el arte de convivir en la diferencia. Si olvidamos esto, corremos el riesgo de perder lo que generaciones anteriores han luchado por construir.