Quien no toma conciencia de sus propias emociones, y no encuentra una modalidad propia para canalizarlas, es esclavizado por ellas.
En ocasiones tenemos reacciones extremas que no se encuentran bajo nuestro control y las emociones activan primero el cerebro, antes que llegue al centro racional. Esto se conoce como secuestro de las emociones.
Ya bien pueden ser momentos de crisis o de gran disfrute (gritar, reír, pegar, asustarse, etcétera.). En el «secuestro emocional» entra un estímulo a través de nuestros sentidos, de ahí esta información pasa al tálamo donde se traduce y la mayor parte ella pasa a la corteza cerebral donde funciona nuestra parte lógica y racional. Es la corteza quien se encarga de tomar la decisión ante el estímulo sensorial. Sin embargo, no toda la información pasa del tálamo a la corteza. Una parte más pequeña pasa directo del tálamo a las amígdalas (zona del encéfalo que es el centro de la reacción emocional inmediata) lo que permite que tomemos una decisión instantánea e instintiva antes de que nuestra parte racional logre procesar la información.
Esta relación instantánea y automática entre el tálamo y las amígdalas es la que origina el «secuestro emocional», y el resultado es que actuamos antes de pensar, a veces para beneficio nuestro y otras para perjuicio nuestro. El cerebro, la corteza racional, no puede controlar cuando se presenta una emoción extrema. Lo que sí puede determinar es cuánto va a durar dicha emoción.
Quien no toma conciencia de sus propias emociones, y no encuentra una modalidad propia para canalizarlas, es esclavizado por ellas.
Rememorar episodios pasado y observar nuestros sentimientos y actuación en ellos para evaluar situaciones, implica un primer acercamiento a nuestras emociones: ¿por qué actué así?, ¿qué sentí en ese momento?, ¿e inmediatamente antes?, ¿y luego?; ¿de qué otro modo mi acción hubiera sido más eficaz en relación con el objetivo que deseaba alcanzar?
Desmenuzarlo a la distancia, para comenzar a reconocer un sentimiento, una emoción, la próxima vez que aparezca, y adelantarnos antes de terminar «tomados» por ella. Reconocer una emoción, conlleva la posibilidad de «hacer algo» con ella para adecuarla a un objetivo.
Esto se puede aprender. Las emociones tienen una lógica propia para cada quien, un por qué y un para qué. Puede comenzarse por intentar reconocerlas y medir su duración. Un acontecimiento despierta nuestra ira… ¿cuánto dura?, ¿qué consecuencias nos trae?, ¿cambiamos algo de esa realidad con ella?, ¿o todo es peor luego de su descarga? Sentimos que no lo podemos evitar… bien, ¿pero podremos comenzar a controlar su duración, o sus efectos?
¿Qué emociones nos ponen en movimiento respecto de un objetivo que deseamos? «Hacer esta tarea me genera entusiasmo, pero las actitudes de mi compañero en esto despiertan mi ira». ¿Con qué me «engancho», con el entusiasmo o con la ira? Si me «engancho» con la ira, la tarea se vuelve una tortura y las actitudes de esta persona toman el centro de la escena, la ira cada vez es mayor, diluye al entusiasmo y esto va en detrimento de la tarea. Pero ¿por qué?, si a mí me gusta hacerla.
Si me engancho con el entusiasmo, no sólo la ira se diluye, disfruto la tarea y ésta no sólo sale bien; sino que hasta esa persona cambia esas actitudes que me provocan sentimientos negativos hacia ella y la tarea. Y hasta puedo comenzar a comprender lo que él siente que lo lleva a actuar de ese modo que en mi genera ese sentimiento de ira.
Pero, claro está que yo no puedo controlar a voluntad con qué me «engancho», si primero no llevo adelante un proceso de conocimiento de mis emociones. La «comprensión» de sus propias emociones y de lo que el otro siente y necesita, es la que utiliza el profesor que genera interés por su materia entre sus alumnos, la que utiliza el vendedor para cerrar una venta difícil, y el médico para acompañar la cura de su paciente. Pero también es la que utiliza el gerente que hace trabajar a sus subalternos horas extras sin pago y el dictador que genera consenso social. Esto se llama empatía, y podemos utilizarla para el bien propio y el de los demás.
Sergio Valdivia