La gran mentira de Pinocho

El tema principal del Pinocho escrito en 1881 nunca fue la mentira. Su autor Carlo Collodi era, además de escritor, un periodista y satírico muy prolífico, colaborador de publicaciones políticas y culturales y crítico incansable de los líderes de su país. Impregnado de todo aquello, su Pinocho pretendía ser un símbolo de la importancia de la educación y un alegato a la desobediencia civil.

El personaje de Pinocho iba de desgracia en desgracia porque renunciaba a ir a la escuela. Malcriado por Gepetto, este joven de pino pasaba de todo. Llegó a patear a su creador, le robó hasta su peluca y fue metido en la cárcel, acusado de abuso y maltrato.

Contrario al encantador muñeco que muchos conocemos, el Pinocho primigenio era un personaje mal agradecido y vago, que a pesar de todo lo que hizo recibió cariño por parte de Gepetto. Sí es verdad, que la historia termina con un final parecido, aunque cambiando ballena por tiburón.

Pinocho aprende la lección, pero la moraleja, entonces, no es que los niños siempre deban decir la verdad, sino que la educación es esencial. Una educación capaz de liberarle de ser una marioneta de verdad (de la sociedad y los políticos) y de un trabajo brutal, ese que, de otra forma y como sucede en la fábula, podría terminar convirtiéndole en un burro de carga. La educación es necesaria para no ser un títere de los demás.

¿Por qué Pinocho se llama así?

En el cuento original, el joven al que da forma Gepetto está construido a base de madera de pino. En la creación de su denominación, el autor combinó las palabras “pino”, como el árbol del cual se sacó la madera, y “occhio” (palabra italiana que quiere decir ojo). Es decir, el significado literal de Pinocho es “ojo de pino”, una combinación de dos palabras que pierde su semántica al reformularse el nombre en español.

Cuando Walt Disney se enamoró de la novela, lo hizo a través de una traducción al inglés que limaba alguna de sus asperezas y omitía el durísimo dialecto napolitano con el que muchos de sus personajes se expresaban en el original. Otro gallo habría cantado si Collodi hubiera hecho caso a su instinto tras publicar en Il Giornale per i Bambini la decimoquinta entrega de Pinocchio, que acababa con el protagonista ahorcado en un árbol y dado por muerto: este era el final original de la historia antes de que los editores del periódico, horrorizados con la respuesta de sus lectores, persuadiesen al autor para que escribiese un par de entregas más. Carlo Collodi prefirió ceder ante las presiones, permitiendo a su criatura vivir feliz y comer perdices si con ello no tenía que escuchar una sola queja más al respecto (para entonces, el tipo no podía estar más harto de aquel maldita trozo de madera).

Lo que Disney no sabía del escritor, y lo que quizá hubiese podido espantarlo, era que el verdadero padre de Pinocho estaba muy lejos de ser un Gepetto: mujeriego, procrastinador, adicto al juego y aficionado al humor negro, Carlo Collodi llenó su obra de imágenes siniestras (¡niños transformándose en burros!), personajes retorcidos y oportunidades para la sátira de brocha gorda, si bien también se aseguró de incluir a un hada como personificación de la gracia divina y a un grillo como sufrida conciencia de una marioneta que, si por ella fuera, se dejaría llevar una y otra vez por la indulgencia. Le avventure di Pinocchio finaliza, así, con una redención mucho menos creíble e infinitamente más impostada que la de la versión Disney: a Collodi se le daba mejor escribir sobre excesos hedonistas que sobre la mañana siguiente, de modo que lo hizo a regañadientes.

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