En la propia novela Wells escribe acerca de la brutal conquista por parte de los marcianos: “Antes de juzgarlos con excesiva severidad debemos recordar que nuestra propia especie ha destruido completa y bárbaramente no tan sólo a especies animales, como el bisonte y el dodo, sino razas humanas culturalmente inferiores. Los tasmanienses, a despecho de su figura humana, fueron enteramente borrados de la existencia en una guerra exterminadora de cincuenta años, que emprendieron los inmigrantes europeos. ¿Somos tan grandes apóstoles de misericordia que tengamos derecho a quejarnos porque los marcianos combatieran con ese mismo espíritu?”
La Guerra de los Mundos”. Notable anticipación del futuro que hizo H.G. Wells. En una época en que todavía se conocía poco de los microorganismos, supo tener en cuenta que posibles seres extraterrestres que se relacionaran con la sangre humana, podrían infectarse y no tener defensas para ello. Hoy es fácil pensarlo: un poco de sangre contaminada con Ébola y listo. Vale la pena verla. Está muy bien hecha y es una buena recreación del libro.
¡Cómo le hubiera gustado a Wells verla! Realizada nada menos que por Steven Spielberg. Quien otro podría llevar a la pantalla la imaginación de este escritor de anticipación.
El 30 de octubre de 1938 los estadounidenses se llenarían de pánico al efectuarse un radioteatro basado en esta novela relatado por Orson Welles. La gente creyó realmente que los marcianos estaban invadiendo la Tierra.
A continuación más sobre esta notable novela.
Hace cien años, en 1898, Herbert George Wells publicó en Londres su memorable novela La guerra de los mundos. Cuando este libro vio la luz se vivía las postrimerías de un siglo que había sido muy fecundo en descubrimientos científicos y desarrollos técnicos. Ya se había consolidado la revolución industrial en las naciones más desarrolladas, con todas sus consecuencias: la aparición de una sociedad de consumo; acortamiento de distancia por el desarrollo del ferrocarril, los barcos de vapor y el telégrafo; desigualdad social una burguesía industrial enriquecida, frente al proletariado que vivía explotado por un sistema liberal a ultranza; necesidad de apertura de nuevos mercados aún por la fuerza. Por todas estas circunstancias se llegó a una globalización de la política internacional. Las naciones pugnaban en una carrera sin cuartel de ambición por conseguir la máxima extensión colonial. En esa sociedad orgullosa de sí misma, el ejército era la espina dorsal sobre la que se vertebraba toda la estructura nacional. Los países se veían los unos a los otros como enemigos, prestos a entrar en combate. Los únicos derechos nacionales reconocidos eran los de aquellos que poseían una milicia capaz de defenderlos. Así países abiertos como Polonia a lo largo de su ajetreada historia han tenido que soportar innumerables repartos territoriales sin contar con el pueblo polaco, acordados exclusivamente entre sus militaristas vecinos: el Imperio Ruso (y también como Unión Soviética), Prusia (y también como Alemania) y el Imperio Austrohúngaro. A la sombra de este principio, la ley de la selva, los países africanos y asiáticos fueron presa de las naciones económicamente más pujantes: Gran Bretaña, Francia, Alemania, Bélgica y al que más tarde se sumó Japón que como prueba de la asimilación de la cultura occidental apoyó, como en las naciones europeas, una política que fomentaba el militarismo, el nacionalismo fanático, el racismo, el odio y el desprecio hacia las víctimas de este despiadado imperialismo. En otros casos se invocaba incluso a razones metafísicas como la doctrina del Destino manifiesto mantenida en los EE.UU. en el siglo XIX durante su expansión territorial hacia la costa del Pacífico, que justificaba cualquier acción, sea la que fuere, encaminada a aumentar su influencia sobre cualquier parte de todo el continente norteamericano, porque estaba predestinado a ello, mostrando un sentimiento hacia la población autóctona que se puede resumir en la terrible y tristemente conocida frase “el mejor indio es el indio muerto”. Su autor, el general Custer, es tomado aún hoy como héroe nacional y mitificado innumerables veces por la industria cinematográfica.
Ciertamente la sociedad había progresado mucho materialmente, pero no creando una sociedad igualitaria ni solidaria. La burguesía europea creía en el progreso, en la técnica, confiaba en la ciencia y en la sociedad que había creado a su imagen, sin preocuparse en la justicia social, solo miraba una cara de la moneda. Frente a este aparente buen orden en que se vivía en las ciudades europeas, las mentes más sensibles lanzaron su voz de alerta, las mismas voces que pocos años después llamarían a la sensatez, frente a la conciencia popular que por odio y sentimiento revancha apoyaba la barbarie que supondría la Primera Guerra Mundial. Una de estas personas sería Wells que mediante artículos periodísticos y conferencia intentaba crear una sociedad más justa. Propugnaba un sistema político que estuviera a medio camino entre el capitalismo que él conoció y el socialismo, que corrigiera los excesos en un sentido como en otro, de hecho llegaría a entrevistarse tanto con Stalin como con Roosevelt. Wells fue un profundo defensor de los derechos humanos y nacionales. Apoyó la Sociedad de Naciones, como único garante posible de la convivencia pacifica entre naciones y también como el único foro válido de resolución de contenciosos internacionales.
Su trayectoria literaria se puede dividir en varios periodos, el primero como escritor de novelas de fantasía, de ciencia – ficción o de anticipación, de donde proceden sus títulos más conocidos “La máquina del tiempo” (1895), “La isla del doctor Moreau” (1896), “El hombre invisible” (1897) y “La guerra de los mundos” (1898) donde utiliza la fantasía como fábula del mundo que vivía para realizar una crítica social, que enmarca su transición hacia el siguiente periodo, adscribiéndose a la tradición de Dickens, dominado por el realismo narrativo y una crítica más directa hacia la sociedad como en “Kips, historia de un alma simple” (1905). En su novela “Ann Veronica” (1909) se anticipa a lo que serían los movimientos feministas de liberación de la mujer del siglo XX. El siguiente periodo se caracteriza por publicar obras de carácter enciclopédico, pero siempre centrado en la sociedad, en el devenir de la historia, y el futuro de la humanidad, «El perfil de la historia» (1919), “La conspiración abierta» (1922). Murió al poco de terminar la Segunda Guerra Mundial, sin que los horrores cometidos por los estados le hicieran desesperar de su intento de crear un mundo mejor, más justo y solidario, no obstante sus últimos escritos «El destino del homo sapiens” (1939), “La mente a la orilla del abismo» (1945) están teñidos de pesimismo ante su impotencia frente una humanidad que por ambición y odio se destruye a si misma.
«La guerra de los mundos» no fue la primera vez que se abordó en literatura la existencia de seres extraterrestres, pero sí desde un nuevo punto de vista, pues anteriormente el tema era tratado por los escritores de la arrogante era industrial como encuentros con otras civilizaciones más primitivas. Pues para muchos era impensable otra tecnología más avanzada que la disponible por la sociedad finisecular, así por ejemplo el director de la oficina de patentes de Nueva York solicitó en 1899 la clausura del servicio que dirigía, aduciendo la sencilla razón de que «ya estaba inventado todo lo que podía inventarse”.
Evidentemente esta no era la opinión de una persona de la imaginación de Wells, no solo para idear premoniciones como las vertidas en esta novela -como las naves espaciales, el rayo láser, la guerra química o la organización de ayuda internacional ante desastres en gran escala-, sino que utiliza la fantasía para plasmar su concepción del colonialismo.
En aquella época Londres estaba inmerso en la era victoriana, vivía su momento de máximo apogeo, era la capital del mayor imperio colonial que jamás conoció la Tierra, treinta millones de kilómetros cuadrados, un quinto de la superficie terrestre del planeta con zonas tan extensas como Canadá, la India, Australia y, en África, desde Egipto hasta Sudáfrica. En Londres, el colonialismo era considerado un acto de patriotismo beneficioso para Inglaterra e incluso para los países conquistados, pues les acercaba al progreso, a la civilización, al orden británico y al cristianismo. Wells no compartía esta visión idílica y pueril del colonialismo, por eso en esta novela presenta a la civilización marciana técnicamente muy superior a la humana, la conquista a la tierra se puede identificar como una conquista de un territorio cuyo moradores viven en el paleolítico. Londres, la orgullosa cabeza del imperio británico, sucumbe rápidamente sin que el ejército, ni la ciencia o el ingenio humano pueda hacer nada para frenar el avance enemigo. Cuando todo está perdido ya, cuando Inglaterra se convierte de hecho en colonia de Marte, los marcianos quedan aniquilados víctimas de los microorganismos, los seres más diminutos de nuestro planeta. Donde la técnica y la estrategia humana fallaron, vencieron estos seres cuya existencia pasa desapercibida. Era una auténtica lección de humildad ante una época dominada por el triunfalismo de la técnica.
Por todos estos factores, esta novela fue un golpe contra la mentalidad de sus coetáneos, ya que presenta al colonialismo no desde la prepotencia del ejercito vencedor, sino visto desde la sociedad que se ve conquistada, sus valores y su propia autoestima aniquilados. De todas formas el optimismo de Wells queda patente en el hecho de que duró poco tiempo la invasión marciana, tan sólo quince días, mientras que los problemas coloniales perduran aún, en nuestro tiempo, después incluso de la expulsión de la administración extranjera, pues para poder dominar un país inmenso es táctica común de los invasores hacer irreconciliables las distintas etnias, culturas o religiones con el fin de que no se unan contra el enemigo común, tras la descolonización, una vez que no existe este invasor, la semilla del odio sembrada provoca innumerables guerras y matanzas.
El estilo literario de Wells es muy realista, aunque describiese situaciones muy imaginativa en sus novelas, las presenta de forma muy creíble. Ahí radica su éxito, el lector se ve transportado al mundo donde lo fantástico convive con lo cotidiano. En la noche del 30 de octubre de 1938, cuando el mundo temblaba por la ambición insaciable de un dictador, Orson Welles realizó una adaptación radiofónica de esta novela que causó una ola de terror en Estados Unidos por creerse millones de radioyentes que se trataba de una conquista marciana real en New Jersey. Varios sicólogos aprovecharon este pánico colectivo para estudiar el comportamiento humano en tales casos. A pesar de la divulgación que se dio a este hecho, se escribieron libros, se realizó una película, no fue suficiente porque de nuevo se repitieron las escenas de terror el 14 de Febrero de 1949 cuando se radió una versión similar en Quito (Ecuador). El 25 de junio de 1958 se repitió la misma transmisión, esta vez desde Lisboa, con el mismo pánico por parte de los radioescuchas no advertidos. La policía ordenó la suspensión de la emisión debido al colapso telefónico de llamadas de personas aterrorizadas a los responsables del orden público y a las redacciones de los periódicos. Todo estos hechos demuestran el gran poder expresivo del autor y del relato en particular.
Entre los lectores que esta novela cautivó figura Robert Hutchings Goddard (1882-1954) que leyó la obra de Wells a los dieciséis años y esto sería para él un hecho crucial en su vida. Le despertó su imaginación y dedicó toda sus energías en hacer realidad ese sueño juvenil, que tuvo una tarde de verano subido a un cerezo, de construir un aparato capaz de viajar a Marte. Hoy se le considera pionero de la astronáutica, construyó cohetes que se autorregulaban para evitar desvíos en su trayectorias, consiguiendo alcanzar alturas hasta entonces inalcanzables. Demostró la posibilidad de los viajes a través del vacío interplanetario, propuso cohetes de varias etapas para alcanzar alturas máximas.
Marte es el planeta rojo, el dios de guerra. Tiene una tenue atmósfera. Aunque carece de océanos sí posee casquetes polares de hielo carbónico. Todos los astrónomos están de acuerdo en asegurar que después de la Tierra es el mundo del Sistema Solar que mejor se adapta a que exista vida tal y como nosotros la conocemos. En 1877, cuando el planeta realizaba una de sus máximas aproximaciones periódicas a la Tierra, Asaph Hall descubrió sus dos pequeños satélites y Giovani V. Schiaparelli anunció que había descubierto líneas que atravesaban el planeta, a las que denominó canales. En aquella época se estaban abriendo canales para la navegación en todo el mundo (apertura del canal de Illinois y Michigan en 1848, que conecta Chicago y Nueva York con la cuenca del Mississippí, el canal de Caledonia en 1849 que atraviesa Escocia a través del lago Ness, el canal de Corinto en 1893 entre el mar Egeo y el Jónico, el canal de Suez en 1869, inicio de las obras del canal de Panamá en 1897) por lo que se estimuló a la imaginación popular y científica en suponer que esas líneas se trataban de obra de ingeniería marciana. Todo los observatorios intentaban escudriñar el planeta para descubrir indicios de civilización. Uno de estos asiduos observadores de Marte sería Percival Lowell quien construyó en 1894 un observatorio con el fin exclusivo de analizar Marte, aunque desde allí realizó notables descubrimientos en el movimiento de los otros planetas. A principios del siglo XX este astrónomo lanzó una audaz teoría según la cual una civilización avanzada construyó la red de canales en un intento desesperado de obtener agua de los casquetes polares para abastecer a las sedientas ciudades de la zona ecuatorial en un planeta que se estaba desertizando. Más tarde, la fiebre marciana terminó cuando se abandonó la idea de los canales al comprobarse que se trataba de un error óptico de observación.
Tras los análisis efectuados por las sondas espaciales parecía que estaba cerrado el tema de la vida en Marte, pues si bien es imposible demostrar que no existe vida en aquel planeta, sí al menos se consideraba como muy improbable. No obstante confirmaron parcialmente la hipótesis de Lowell al verificar que ciertamente el planeta se desertizó, pues en tiempos pretéritos estaba lleno de cauces fluviales, aunque no guardan relación alguna con los supuestos canales. Sin embargo hace dos años, en vísperas del centenario de la novela de Wells, se reabrió de nuevo de nuevo la polémica de la vida marciana tras el hallazgo de glóbulos de carbonato encontrados en un meteorito procedente de Marte, similares a los microfósiles de las nanobacterias terrestres.
Es evidente que en progreso científico no hemos avanzado lo suficiente para poder responder a los interrogantes que ya teníamos planteados hace cien años. Ahora cabe preguntarse si hemos progresado social y humanamente lo suficiente y eso es responsabilidad de cada uno de los que formamos la sociedad. Una responsabilidad para vivir en un mundo más abierto, más solidario, más tolerante, sin discriminaciones, sin odios a países extranjeros y sobretodo un mundo más unido, sin invasiones ni guerras.
La ilustración de la cabecera del artículo es de Peter Goodfellow; la segunda ilustración es un fragmento de la realizada por Geoff Taylor. Ambas pertenecen al folleto de la adaptación musical de la obra de H.G. Wells realizada en 1978 por Jeff Wayne, con letras de Gary Osborne, grabada para la CBS.