El proyecto Quimantú -‘sol de sabiduría’ en lengua mapuche- fue una iniciativa del gobierno de la Unidad Popular originada en el deseo del presidente Salvador Allende de crear una empresa estatal que facilitara al pueblo el acceso al libro. Durante su breve existencia, Quimantú se consolidó como una experiencia revolucionaria para el mercado del libro en Chile, con publicaciones masivas a bajo precio. Llegó a publicar un título al día y en sus primeros quince meses, vendió quince millones de ejemplares de textos clásicos y de literatura chilena.
En enero de 1971 se había desatado una huelga en la imprenta y editora Zig Zag, como consecuencia de mala administración de empresarios que la tenían al borde de la quiebra. El sindicato solicitó un interventor y la Central Unica de Trabajadores (CUT) propuso a Sergio Maurín Urzúa, socialista, quién entregó un informe constatando que Zig Zag estaba mal administrada, aunque tenía capacidad ociosa y maquinarias disponibles. Cargaba con deudas de imposiciones y de papel, y se caracterizaba por un trato medieval con los trabajadores.
Sergio Maurín recibió una llamada de Jorge Arrate, quien le informó que el gobierno compraría Zig Zag y que el presidente Allende lo necesitaba como responsable de la editorial. “Le contesté, ¿por qué yo, que no he tenido experiencia como editor?”. Arrate dijo: “Hiciste un buen informe y eres ingeniero comercial. La empresa tiene muchos problemas y debe autofinanciarse. El Estado compra, se hace cargo de los pasivos, pero no hay un peso para apoyarla”.
Maurín quiso pensarlo, pero Arrate fue categórico: “Tiene que ser ahora, porque el presidente Allende quiere presentarte en un almuerzo con editores extranjeros”.
Sergio Maurín recuerda: “Allende dijo a los presentes ‘él es nuestro flamante director’. En ese momento usó el nombre de director, pero luego se decidió que fuera gerente, para dar a la empresa un sentido más comercial”.
El presidente añadió: “Va a ser una editorial del Estado que hará accesible el libro a los sectores populares a precios baratos. Buena literatura, que ayude a profundizar la escala de valores de la gente, con un sentido social y latinoamericanista”. Maurín entendió: “Yo sentí que me daba las instrucciones de lo que esperaba fuera Quimantú. Terminó el almuerzo y Allende se despidió con un apretón de manos: ‘Bueno, compañero, ya nos veremos; que tenga éxito’”.
Hay un episodio que revela el compromiso de Allende con la libertad de expresión. En la portada de la opositora revista Ercilla apareció el ministro de Economía, Pedro Vuskovic, comiendo una chuleta cuando escaseaban los alimentos. Una parte de los trabajadores gráficos pararon el trabajo. Sergio Maurín les dijo que si no salía ese número, se tendría una pérdida gigantesca al pagar multas establecidas en el contrato y perdiendo al cliente. “Me reuní con Allende para tratar este tema y al llegar me preguntó: ‘¿Le sirve imprimir Ercilla?’. Sí, vivimos de eso le contesté. ‘Mire, quiero aclararle algo. El gobierno no hará nada para impedir que la oposición exprese sus ideas. Eso está en la esencia de la democracia socialista. Mientras yo sea presidente, nunca usaremos el aparato del Estado para acallar a la oposición. Usted decida si le conviene o no imprimir Ercilla , pero no acepto que razones políticas le impidan circular. Usted resuelva’. Conversé con los trabajadores y entendieron”.
Sergio Maurín todavía se emociona: “Tenía la convicción de que estábamos transformando el mundo y esta tarea era un desafío extraordinario. No dormía pensando cómo hacerlo mejor. Mi principal problema era ganar la confianza de la gente con nuestro proyecto, para que la empresa fuera administrada por los trabajadores”.
CAMBIO DE ESTILO
Al llegar a la gerencia, Maurín pidió al sindicato que lo presentara en una asamblea. “Expliqué que el presidente me había designado para dirigir una editorial en quiebra, que el Estado la entregaba a la sociedad para que en conjunto la sacáramos adelante. Hablé de la responsabilidad que significaba la entrega de bienes a los trabajadores. Señalé que no habría despidos y que haríamos una gestión participativa. Dije que el día que la asamblea considerara que debía irme, tendrían mi renuncia”.
Los ejecutivos nombrados por el gobierno en Quimantú rebajaron sus sueldos a menos de la mitad. “También eliminé los gastos superfluos de gerentes y jefes de división”. Maurín observó que la sección de linotipias era fría, húmeda y oscura. “Decidimos cambiar las alfombras y equipos de aire acondicionado desde la gerencia al lugar de las linotipias”. En la empresa había un comedor de la gerencia, otro de periodistas y administrativos y una especie de potrero para el resto. “Con el pretexto de hacer remodelaciones, cerramos los dos comedores más pequeños y nos trasladamos todos al comedor general. El primer día los directivos tomaron sus bandejas de autoservicio e hicieron cola en medio de un silencio tenso. Yo me senté en una mesa con trabajadores algo taciturnos. Conversamos de una manera incómoda acerca del trabajo y los problemas. Después esperé la reacción. Gabriel Smirnoff, secretario ejecutivo de la empresa, irrumpió en mi oficina y me contó: ‘Al que almorzó contigo los otros trabajadores lo están sometiendo a un interrogatorio’. El impacto fue tremendo. Un democratacristiano, que después ingresó al PS, dijo que había sentido que era una situación totalmente nueva y quería participar”. Otra decisión de Maurín fue afiliarse al sindicato. “Me sentía un trabajador más, aunque con funciones distintas”.
Para que la gente sintiera un cambio en la relación patrón-trabajador, Maurín propuso convertir las secciones de la empresa en comités de producción participativos. “En el taller, los jefes de sección eran odiados. En una asamblea planteé que fueran destituidos y que cada comité de producción eligiera su jefe. Agregué que los reemplazados no serían despedidos, conservarían sus sueldos y beneficios; pero el comité decidiría que tareas asumirían”. Dirigiéndose a los presentes agregó: “Ustedes tienen que lograr que esto funcione, vean con cuidado a quién eligen”. Los trabajadores mantuvieron en sus cargos a más de la mitad de los jefes de sección, demostrando que habían tomado en serio esta responsabilidad; los comités de producción pasaron a tener atribuciones en el área de su responsabilidad. Sergio Maurín recuerda: “Después propuse crear un consejo de administración -que dirigiera la empresa en lo editorial, en las finanzas y administración-, constituido por cinco jefes de división que junto a mí representaban al Estado, y cinco trabajadores electos. Yo presidía y resolvía los empates”.
El compromiso de los trabajadores fue decisivo para conseguir resultados. Había reclamos de los propietarios de la revista Condorito , quienes denunciaron que ejemplares de la publicación salían a la venta antes que comenzara a circular. Maurín conversó con el sindicato y los comités de taller, enfatizando el daño a la empresa. Poco después, una delegación de la sección de encuadernación le dijo: “Compañero gerente, hoy se terminaron las filtraciones de Condorito ”.
“Las máquinas de Quimantú eran norteamericanas y EE.UU. estableció un bloqueo de repuestos. El taller de mecánica implementó un programa para fabricar piezas de reemplazo, anticipándose incluso a la sustitución de algunas partes que se consideraban vitales para la producción. Además de aprovisionarnos de repuestos, logramos hacer importantes ahorros”, dice Maurín.
INGENIOSO MODELO DE PRODUCCION, DISTRIBUCION Y VENTAS
Cinco comités externos de lectura recomendaban títulos, y también se convocó a personas que contaron las razones que los habían llevado a ser buenos lectores. De ahí salió una extensa lista de títulos y autores. Cada colección tenía su equipo, bajo la conducción del director editorial, el escritor comunista Joaquín Gutiérrez.
Alejandro Chelén, destacado intelectual socialista, quedó a cargo de las publicaciones especiales. “Cuando lo llamé me dijo: ‘Yo en esto trabajaría gratis, compañero. Aunque soy ateo, esto me parece caído del cielo’”, señala Maurín. El equipo de Chelén decidió publicar la Historia de la revolución rusa , de León Trotski, pero los comunistas se oponían. El consejo de administración se pronunció finalmente por publicar la obra. Por iguales querellas ideológicas hubo también dos ediciones distintas de Los diez días que conmovieron al mundo , en que el periodista y escritor norteamericano John Reed relata su vivencia de la revolución rusa. En la primera edición, el nombre de Trotski aparecía profusamente como jefe militar de los revolucionarios y en la segunda, su nombre fue borrado y sustituido por la frase: “un miembro del comité central”.
Relata Sergio Maurín que “la delicada situación financiera nos obligó a publicar escritores clásicos, a quienes no pagábamos derecho de autor. Un día llegaron Armando Casígoli, Walter Garib y Rodrigo Quijada, a reclamar por la impresión de las Rimas, de Adolfo Bécquer, en desmedro de autores nacionales. A los tres ya les habíamos editado obras y les dije: ‘¿Cuándo los autores nacionales habían vendido estas cantidades antes? Es cierto que editamos ochenta mil ejemplares de las Rimas , pero en un mes están agotadas. Bécquer le gusta a la gente, por eso lo publicamos’”.
En otra ocasión, Alberto Romero, autor de La viuda del conventillo , no había cobrado sus derechos. “Lo llamé y le dije, ‘usted no ha cobrado’ y me contestó: ‘Qué me llamen de la editorial para que cobre mis derechos no me había pasado nunca; me parece una maravilla’”.
Las librerías eran escasas y llegó al consejo de administración de Quimantú la propuesta de poner libros en quioscos de periódicos. Joaquín Gutiérrez propuso también implementar un bibliobús, y los comités de producción por secciones y departamentos acordaron disponer personal para estas funciones, turnándose para reemplazar a los ausentes. En las empresas también se montaron librerías, con descuento para sindicatos, y se crearon cerca de treinta librerías campesinas en zonas rurales. Otro factor para facilitar el acceso al libro fue el precio, íntimamente ligado al tiraje. Así salieron los “minilibros”, que costaban menos que una cajetilla de cigarrillos.
Era vital una revista femenina para competir con publicaciones opositoras. Una dirigente vecinal dio la idea, diciendo que esa revista debía ayudar a que la gente viviera mejor. “ Paloma enseñaba a cocinar con productos como cochayuyo o legumbres y las textiles del Estado nos mandaban catálogos de las telas que estaban fabricando. A través de Paloma surgió la idea de crear guarderías en que vecinas se encargaban de cuidar a los niños de las que trabajaban, y se entregaron pautas para organizar comedores populares. Paloma llegó a vender 120 mil ejemplares por número”.
Recuerda Maurín que había en Quimantú una comisión creativa en la que estaban Armand y Michelle Mattelart y Ariel Dorf-man. “Estos teóricos de la comunicación planteaban que la literatura infantil exacerbaba valores negativos; que el lobo se come a Caperucita, que la madrastra es mala, que el ogro es feroz. Entonces inventaron el anti-cuento, a través de la revista Cabro Chico . La venta empezó a declinar hasta llegar bajo treinta mil ejemplares, y la cerramos. Recuerdo que las hijas de un pariente me interpelaron furiosas, ‘es ridículo que el lobo proteja a Caperucita’. Los niños detestaban Cabro Chico ”.
La historieta gráfica era un género popular, de interés masivo y tenía buena venta. Tratamos que escritores se atrevieran a hacer guiones. Varios lo intentaron, pero fracasaron, porque es una escritura distinta a la literatura. Una de las revistas que se afirmó fue El Manque : un campesino afuerino activista. Fue una de las pocas que se mantuvo sobre el punto crítico. También cerramos la revista noticiosa Ahora . Mi posición fue determinante: si una publicación no se vende, tenemos que cerrarla”, dice Sergio Maurín.
Entre los elementos que influyeron en el éxito de Quimantú, Sergio Maurín considera la conciencia política de los trabajadores gráficos, siempre buenos lectores. Pero cree que fue determinante la incertidumbre laboral ante la posibilidad de que una quiebra los dejara sin trabajo. También en el exilio indagó sobre experiencias de participación entre quienes tuvieron a su cargo empresas del Estado, “y constaté que ésta se había realizado a un nivel primitivo, sin delegar funciones en los trabajadores. En casi todos los casos sólo hubo una gerencia tradicional con influencia sindical en sus decisiones”