1960

1960

El año que la descubrí. Ella cambió mi vida para siempre.

Difícil es a veces la etapa de la pre adolescencia, especialmente si no encuentras quien te apoye, te ame y te haga cariño, sinceramente. ¿Estará uno condenado toda la vida a sufrir de carencias emocionales? Viajo en el tiempo y veo que lo supero algunas décadas más adelante. Así que, ¡es posible completarse!

Llega a la casa como pensionista un señor de nombre Eduardo Grifith, de ascendencia inglesa. Es como si hubiera aparecido de una vida anterior mía para asistirme y darme confianza. Y nota fácilmente mi abandono en el plano emocional. Me manifiesta su admiración de ver alguien de tan poca edad que ha leído tanto y conoce tantos temas de conversación. Me cuesta entender que hay alguien que aprecia lo que hago y que elogia mis avances.

Todas las noches, después de llegar de su trabajo y cenar, me invita a su pieza a conversar. Hablamos de muchas temáticas, mucho sobre el Reino Unido (Inglaterra, Escocia, Irlanda), me enseña también a abrirme más al mundo.

Hace unos años conseguí, no recuerdo de donde, unos almanaques que edita la “Caja Nacional de Ahorros”, lo que es más adelante, junto con la fusión de otras instituciones similares, forman el Banco del Estado. En uno de esos almanaques explican cómo se juega el ajedrez. Así que me hice un tablero, recorté unos círculos de cartulina donde dibujé las distintas piezas del juego y practiqué conmigo mismo estos últimos años. Hace cinco años atrás estaba totalmente solo, ahora recién me junto con primos y amigos del vecindario.

Le muestro obviamente al Sr. Grifith mi juego de ajedrez. Y él me compra uno de verdad y jugamos todas las noches, hasta que logro vencerlo habitualmente. Al principio pensé que se deja ganar. Más adelante, me hago miembro del “Club de Ajedrez Chile” que en estos años funciona en Serrano con Alameda, en el segundo piso. En un torneo de verano para todo competidor lograré ganarle al Maestro Internacional Walter Adler, campeón de Chile ese año. Me firmará el tablero en señal de reconocimiento. Todavía guardo ese juego de ajedrez en recuerdo de Eduardo Grifith y, por supuesto, el tablero. Seguramente Walter Adler andaba distraído o tendría algún problema que se distrajo, pero al final fue importante para mí.

Volviendo al Sr. Grifith. Dos años atrás, pidió autorización para llevarme algunos días en las tardes a su trabajo. Se desempeña como secretario de la Legación Sudafricana. Por asuntos del apartheid, o sea la separación de negros y blancos, no hay en esta época relaciones a nivel de Embajada. Jefe de la Legación es Míster Nell, muy simpático, que acepta de buen grado mi presencia. Son pocas las personas que trabajan aquí. Una secretaria y Faúndez, un señor que le falta un brazo y se encarga del aseo y cuánta reparación le pidan. Tiene una gran habilidad para superar su discapacidad.

Tengo libertad total para moverme en la Legación y para leer con adicción unos libros maravillosos, llenos de colores, sobre la fauna africana, su flora y sus paisajes. Mapas preciosos que aprendo a interpretar. Dejo todo limpio y ordenado. Siempre pido permiso. Creo que por eso confían en mí.

Ahí la descubro a ella: ¡la máquina de escribir! Pedí permiso y me enseñan a usarla. Al par de días ya estaba en la biblioteca averiguando sobre este invento prodigioso y supe que se podía escribir al tacto, es decir, sin mirar su teclado. Me compro un libro grande de tapas rojas lleno de lecciones y un teclado dibujado para practicar. Me acuerdo de escribir cientos de veces la frase «daña la faja». Es una frase que sirve para practicar la línea del medio del teclado, pues ahí están todas las letras de esa frase. Aunque, la verdad, todavía no logro meter en una conversación diaria esta frase de «daña la faja». Bueno, el caso es que en un par de semanas ya soy dactilógrafo al tacto.

Al ver esta situación, el Sr. Grifith pide autorización para reglarme una máquina de escribir. No es nueva, pero está en muy buen estado. Una Royal modelo KMM.

Comienzo a copiar los párrafos que me parecen más importantes de los cientos de libros que leo. Para ello me compro fichas bibliográficas, unas cartulinas que se usan para poner en kardex o ficheros. Son baratas y se venden por un ciento. Por un lado se escribe el párrafo literal y por el reverso uno pone su propia opinión, evaluación o reflexión sobre el mismo. En el ángulo superior se pone el tema de qué trata y se ordenan alfabéticamente para consulta. Es mi Google primitivo.

Alameda esquina calle Ahumada. 1960.

Este año se realiza en Santiago, en el Estadio Nacional, un Campeonato Sudamericano de Básquetbol Femenino. El equipo de Chile se forma en base al Equipo de Colo-Colo que cuenta con jugadoras que son famosas y muy buenas. Chile es campeón y nunca más volvería a serlo. Segundo queda Brasil y en tercer lugar Perú. Los siguientes campeonatos los ganará casi todos Brasil.

Escucho cada noche los partidos de básquetbol, y mientras, voy escribiendo a máquina una revista que llamo “Rapidex”, diseñada con colores azul y negro. En ella hago mis primeras historietas o tebeos y escribo un resumen de los partidos del día con mis comentarios y apreciaciones, entre otros temas. Me encantaría conocer algún periodista deportivo. Sí, en unos años más lo conozco: Julio Martínez Pradenas. Pero este es otro cuento. Apenas la termino tarde en la noche, compagino las hojas y con un hilo las uno formando una revista. Corro a dejarle el ejemplar de cada día a Eduardo Grifith, tirándosela bajo la puerta para no despertarlo.

Al otro día recibo la recompensa de sus elogios, sonrisas, comentarios y sugerencias.

Ya escribo en estos momentos a gran velocidad y puedo dibujar historietas, lo que me servirá cuando esté en Argentina un año más adelante para colaborar en una revista con mis monos. Termino mis estudios por correspondencia con una organización que se llama «Continental Schools». Está de moda esto de los cursos por correspondencia. Incluso uno para desarrollar mucho músculo, la escuela de «Charles Atlas». Bueno, ese no lo hice, evidentemente.

Ya he aprendido que siempre hay gente que a uno lo pueda amar, que siempre hay alguien a quien le importas y que, generalmente, es la persona menos esperada. Puede estar en cualquier parte.

Eduardo Grifith se quedará unos cinco años y luego en la casa le hacen la vida imposible porque lo ven muy cercano a mí. Se irá físicamente, pero está siempre en mi corazón.

De las revistas Rapidex no queda ninguna. Veo en unos años más como me desalojan de la pieza que era mi dormitorio, mientras estaba en el Liceo y me han botado absolutamente todo, mis escritos, mis poesías, mis dibujos, mis inventos, mis cuentos, mis libros… Me sirvió para saber que, finalmente, nada me pertenece. Comencé a vivir y practicar el desapego.

Por si no te acuerdas o no sabes cómo suena una máquina de escribir, mira esto:

Parece sencillo. Sin embargo se requiere una máquina adecuada para que suene en medio de la orquesta y un experto percusionista para que la opere. No cualquier orquesta sinfónica está en condiciones de representar esta obra.

Liberándome de la manipulación emocional

A veces me han mandado a Valparaíso donde trabaja mi abuelo. Muy aleccionado para poner cara de lástima y pedir dinero para mi abuela. Ahora ya no ocurre. Aprendí lo que es la manipulación indebida. Desde entonces, no me dejo manipular por otros ni por las «caritas» que algunas personas ponen. Lo bueno, también, es que aprovecho de recorrer el puerto. Me fascina, siempre. Es una ciudad que nunca se dejará conocer por completo.

Plaza Sotomayor en este año:

Calle Bandera. ¿Por qué?

Siempre me ha interesado el por qué ponen ciertos nombres a las calles. En el centro de Santiago de Chile hay una que se llama «Bandera». Investigo en la biblioteca y encontré esta información:

¿Cuánto habrá medido la bandera gigante que dio nombre a la calle?

Su primer nombre fue “callejón de Bernardino Morales de Albornoz”, dado que aquí vivía el español con ese nombre, y quien fue uno de los fundadores de Santiago que acompañó a Pedro de Valdivia. Según escribe el historiador Miguel Laborde en su libro Calles de Santiago antiguo, tras la llegada de la Compañía de Jesús al sector se introdujo el nombre de “calle atravesada de la Compañía” ya que cruzaba la vía donde se instaló la orden religiosa.

Dada la importancia de los edificios que se construyeron a sus costados, ya para el año 1702 era una calle empedrada. En esta se instalaron los monasterios de las Agustinas, los Jesuitas y el Colegio Convictorio de San Francisco Javier, y más tarde La Real Aduana (1805, hoy Museo Chileno de Arte Precolombino) y el Tribunal del Consulado (de 1807, demolido para la construcción de la actual Palacio de los Tribunales de Justicia).

Según cita Laborde, también funcionó aquí la que fuera la fonda más concurrida hacia 1798. La de Francisco Lampaya y en donde junto a la diversión también se producían excesos y riñas a cuchillo.

Sin embargo, el nombre tal como lo conocemos hoy nació a propósito de la celebración de las primeras Fiestas Patrias de 1819, hace ya más de 200 años. En la esquina de Bandera y Huérfanos se ubicaba la tienda de Pedro Chacón Morales, abuelo de Arturo Prat Chacón, quien para llamar la atención del público izó una bandera de gran tamaño en el portón de su local. “No había terminado la mañana cuando ya toda la ciudad supo de la bandera; la popularidad fue instantánea.

Y ya su tienda no se conoció con otro nombre, se iba a comprar telas a ´la bandera´; por lo demás, «Chacón la mantuvo por años como su amuleto de la suerte”, relata Laborde sobre el negocio que vendía hilos de oro y plata y artículos de procedencia francesa. Su dueño llegó a ocupar el cargo de diputado.

En 1900 y pese a la oposición de los vecinos y la misma municipalidad —que defendía un histórico árbol conocido como el rompecabezas— se instalaron las líneas del tranvía. Con la entrada del siglo XX aumentó el comercio y por la calle se instalaron la Mueblería París y Los Gobelinos; y posteriormente el edificio de La Bolsa (1917), el Banco O´Higgins (1918) y el Banco de Santiago (1930).

Calle Bandera este año 1960
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